Leonor Oyague
Este 2020 ha sido un año tan complicado que parece salido de una película de terror, suspenso e incluso ciencia ficción. Con incendios en Australia, una posible Tercera Guerra Mundial, manifestaciones por racismo y lo más difícil de asumir, una pandemia. No creía en los milagros pero el confinamiento a causa del COVID-19 nos dejó -a mí y a mi familia- una valiosa lección.
Todo comenzó en Wuhan, China, a principios de año, luego migró a Europa y finalmente llegó a América. El virus avanzó tan rápido que no hubo tiempo para prepararse, no conocíamos los protocolos de limpieza y bioseguridad. Pensamos que era “una simple gripe” que solo afectaba a otros países. Nunca se pasó por nuestra mente que podría jugarnos el número.
El 16 de marzo fue la última vez que vi a mis abuelos, teníamos que cumplir con nuestra cuarentena. Ellos viven solos con su gata y yo vivo con mis padres y mi hermano de tres años. Nos abrazamos tan poco al despedirnos, no sabíamos lo que pasaría tiempo después.
Marzo acababa y mi abuelo cayó con coronavirus, se acercaba Semana Santa. Los exámenes dieron positivo, todos los valores relacionados estaban elevados. No entendíamos cómo pudo contagiarse, mi abuela cayó días después. No hablaban, no comían, sentíamos que se estaban apagando lentamente y eso nos tenía devastados.
Llamamos a nuestros contactos y ellos a los suyos por días hasta conseguir todos los medicamentos de las recetas. Tuvimos que “repagar” por insumos médicos y alimentos que estaban agotados, conseguirlos como sea. Les armamos un policlínico en casa, hasta contratamos a dos enfermeras; una para cada uno. Sentía que no era justo que les pase algo a ellos y a mí no, deseaba tanto que se mejoren. No sabía qué más hacer.
Así que rezamos, toda la Semana Santa de rodillas. En pleno Domingo de ramos, la situación de mis abuelos era crítica y durante esa semana mejoraron milagrosamente. Los médicos no eran optimistas, especialmente porque mi abuelito era fumador. Llegó domingo de resurrección y sentí que ellos resucitaron ese día. Tenían hambre, bromeaban, se sentían cada vez mejor.
No lo podía creer pero a todo esto solo tengo una explicación: fue un milagro. De esos que no sabemos cómo explicar pero le agradecemos tanto a Dios porque sucedió.
No cabe duda que del amor surgen los milagros y el que sentimos por nuestros familiares es el más puro y bello que existe. Es el saber que aunque tengamos nuestras diferencias, jamás podrán separarnos. Por ellos soy capaz de mover cielo, mar y tierra, aun cuando todo parezca perdido. Este tiempo me recordó cuánto amo y respeto a mis “viejitos”, ellos son como mis padres; somos muy unidos.
Así como me enseñaron a hablar, caminar y comer con cubiertos; yo les enseñé a usar Netflix, a mejorar sus habilidades en Facebook e incluso hacer pedidos a domicilio. Con amor y mucha paciencia, todo es posible.
Dos meses después, celebramos nuestros cumpleaños juntos con mucha alegría y amor en nuestros corazones.
Comments